lördag 21 mars 2009

OSCURO A MEDIODÍA, a Salvador Allende en su último combate


Enrique Durán


Empezó a morirse de a poco. Él lo sabía.Comenzó a saberlo en el mismo momento en que los rockets estallaron con precisión en el viejo palacio. Empezó a aceptar esa muerte con fría rabia, con determinación. Comprendiendo que, más allá del humo, de las llamas que escapaban por las ventanas del segundo piso del palacio al otro lado de la plaza había también gente como él que no se rajaban, que aceptaban que no podía existir otra condición, sino esa.No es voluntarismo, se dijo. Realmente, yo no me busqué este puesto, este lugar. Ni este tiempo. Es simplemente que ocurrió así. Tiempo de vivir. Tiempo de morir. Esa hora había llegado. Un poco sorpresiva, pero esperada.
Desde largos meses que sabíamos que ésto podía terminar así. Miró hacia el edificio de enfrente. Los aviones pasaron en vuelo casi rasante otra vez e hicieron estallar certeramente dos nuevos rockets contra la mole gris. Esta vez el incendio se extendió a todo el viejo palacio. Y bueno, pensó. Llegó la hora. Ya no se oían más disparos. Se arrastró cuidadosamente hacia el otro lado de la azotea.

Con toda clase de precauciones se asomó y miró hacia abajo. En la calle, detrás de dos camiones militares, se parapetaba un grupo de soldados al mando de un oficial. Todos llevaban pañuelos color naranja amarrados al cuello. Apuntó entonces con sumo cuidado. No a la cabeza, se dijo. Ahí, en el centro de la espalda. El dedo oprimió suavemente el gatillo. El balazo sonó secamente, un eco ajeno al crepitar de las llamas que envolvían ahora completamente el piso superior del palacio. No divisó la mancha roja en la espalda del oficial. Pero sí pudo ver como el cuerpo se doblaba en dos y el hombre rodaba por el pavimento, al lado del camión.Los soldaditos echaron a correr. Apuntó ahora al hombre de boina negra que gesticulaba airadamente. Por usted, doctor Allende. Para que sepa que nunca estará solo .


Esta vez sintió en el hombro el golpe de retroceso de la culata. El hombre de boina negra, allá abajo, en la calle dió una media vuelta y cayó hacia atrás violentamente contra la puerta abierta del camión militar. Qué carajo, pensó. Nunca me imagine que iba a ser así. Y lo fácil, lo estúpidamente fácil que es matar a un ser humano. Se sentó contra el respaldo de la azotea. Se dió cuenta que sus manos temblaban. Sintió el sudor penetrando violentamente en los ojos dejándolo casi ciego. Esperó que sus manos dejaran de temblar y las llevó a la cara. Lenta, calmadamente se limpió el sudor. Entonces escuchó el silbido de las balas chocando contra el respaldo de la azotea y con el muro de enfrente. Pedacitos de escoria cayeron sobre su cabeza y sus hombros. Vió que el muro se descascaraba y como se abrían grandes agujeros en la masa de cemento.Esperó diez minutos. No hubo más disparos.

Se arrastró lentamente hacia el rincón opuesto. Escuchó otra vez el sonido de las balas y se protegió debajo de una corniza. Bueno, ahora sí empieza. Van a meterse a este edificio y subirán hasta aquí, a la azotea. No sé si hay alguien más. Diez hombres podríamos aguantar un rato largo. En eso escuchó nuevamente el ruido de balazos. Esta vez venían, quizás, de la esquina donde estaban el Banco y el diario La Nación. Esos son Akas, parece . Se arrastró, haciendo punta y codo, hasta la otra corniza debajo de la cual había una pequeña baertura para escurrir el agua de las lluvias. El ángulo de visión era muy reducido, pero alcanzó a ver tres cuerpos de soldados tendidos en la calle, donde suponía estaba la puerta central del edificio. Bueno, se dijo. Hay alguien más. Quizás vamos a darles trabajo.


Comenzó a arrastrarse nuevamente hacia el otro rincón de la azotea, aquí no hago falta, está cuidado, allá es donde tengo que estar, aunque sólo me cargue a un milico más, uno solo, no se van a llevar la fruta pelada los hijos de puta, que les cueste un resto, pensó, uno solo, un milico más que sea, ya no me tiemblan las manos, es raro, nunca pensé que iba a ser así, estaba más preocupado que el culatazo en el hombre no me desviara el tiro, no me dí cuenta realmente que estaba matando a un hombre, a dos, lo sabía, claro, pero no sentía como algo real, que raro, cuando me empezaron a temblar las manos no me dí cuenta que era por eso, que era tan fácil, tan estúpidamente fácil matar a un ser humano, qué carajo, nunca me imaginé que iba a ser así, a mediodía y tan oscuro.


Enrique Durán.


Noviembre 1973



Publicado en continente.nu el : 2008-06-27 obtuvo 995 Muestras






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